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ISSN 1989-4163

NUMERO 105 - SEPTIEMBRE 2019

 

La Vaca

Javier Neila

La vaca muge. No hace otra cosa desde hace dos días.

Es un mugido largo, lastimero e intenso que retumba y desgarra toda la sierra de Los Pedroches...se te mete por el oído y se te queda en el cerebro. No te deja dormir.

Agustín no lo soporta. Se revuelve en la litera. Resopla y por fin se incorpora;  enciende nuestro último Gitanes y prende con el mismo fósforo la lámpara de petróleo. Luego toma un trago de vino de pitarra, que por su gesto debe estar avinagrado. Me pasa la bota y aprieta los labios. Mirándome fijamente a los ojos me ofrece una calada. Se mueve nervioso.

-Esa vaca está sufriendo. Está sufriendo mucho.

-Esa vaca y media España, Agustín, sí,...relájate hijo. No puedes hacer nada. Apaga el cigarrillo y acuéstate. Vas a despertar al Sargento, y ya sabes que tiene mal beber y peor despertar.

Agustín tiene diecinueve años y ha sido vaquero en Tetuán toda su vida, hasta que coincidimos en la bandera de enganche del cuartel de las Tropas Regulares de Ceuta, el mismo día que empezó la guerra. A ninguno de los dos nos querían dar el apto por la edad;  a él por escasa y a mí por demasiada, y aunque lo cierto es que le doblo en años, no hemos sido capaces de separarnos en los más de dos que llevamos de combates y privaciones, convirtiéndose en mi mejor amigo y mi única familia. Es la mezcla del hijo que me mataron y el hermano que nunca tuve. Yo me alisté para olvidar, él para tener algo que recordar.

-Fidel, voy a salir.

-No Agustín, no lo vas a hacer. Si sales te pegarán un tiro. Y desde luego que te lo merecerías, por idiota.

-No debe estar muy lejos... si nos movemos rápido podemos estar de vuelta antes de que amanezca. Nadie se enteraría. Ya empiezan a ser los días mas cortos.

Me inquieta la mirada de mi amigo...que se me antoja más fiera y de rasgos más duros por las sombras de la llama del quinqué...esa mirada de locura imparable la conozco desde hace tiempo, y siempre nos ha traído problemas.
-Vale, imagina que vamos a por la puñetera vaca, ¿Qué piensas hacer cuando la encuentres? ¿Torearla? ¿Traértela? ¿Le vas a poner nombre?

Me hecho a reír antes de terminar la frase, aunque paro en seco al darme cuenta de que estoy cediendo, que estoy admitiendo la posibilidad de ir. Además él sabe que jamas le dejaría ir solo, y eso le hace jugar con ventaja.  Me contesta lacónicamente:

- No sé, ya improvisaré.

Intento razonar y le cuento que en la Campaña de Marruecos aprendí, cuando los moros torturaban a los nuestros de noche para que los oyésemos mejor, que si no quieres volverte loco tienes que alejarte del sufrimiento ajeno. Pero para Agustín ésto es distinto; piensa que la vaca no tiene la culpa de que estemos en guerra. Además es un ser inocente y bueno. Y ayudarla es muy fácil -me razona-; tan solo le duelen las tetas porque necesita que la ordeñen. Es evidente que la han abandonado...y las ubres llenas de leche duelen ¿Sabes?

Yo, por mi parte, tengo asumido que no puedo discutir con Agustín, y menos de vacas. Aceptando la aventura como inevitable, pienso que hacemos un buen binomio...le doy la madurez que aún le falta y la educación burguesa de la que nunca disfrutó; él me da la energía y la ilusión perdida, y la esperanza de que todo al final ha de salir bien.

En pocos minutos estamos saliendo del campamento sin que nadie se de cuenta. Vamos ligeros de equipaje, sólo el fusil, algo de munición, linterna y machete. Yo además llevo mi revólver ruso. La noche serena nos acoge en silencio y la luna nueva nos permite movernos con soltura sin ser vistos. Seguimos el mugido a través del camino de las encinas, donde desde lo más profundo de la vaguada el olor dulzón a muerte nos recuerda las refriegas de hace unos días. Los austeros mineros  de Peñarrolla han vendido cara su piel, llevándose por delante a muchos de nuestros amigos...podríamos estar nosotros mismos ahí, pudriéndonos, aprendiendo a ser pacientes por toda la eternidad, mientras llega la prometida vida eterna.

Ya en zona enemiga, el camino acaba en un sembrado de patatas junto a una casa aislada, encalada y con  tejas rojizas que caen a dos aguas, con un establo contiguo donde imaginamos que está el animal, que quizás por nuestra cercanía ha cesado ya en su queja. Todo esta en silencio y no se ve ninguna luz desde fuera. Revisamos primero la casa por si se esconde alguien y lo que descubrimos son los indicios de lo que ha sido una huida apresurada...platos con comida rancia reposan aún sobre la mesa, y tanto el humilde recibidor como los cuartos están revueltos con muebles y cajones abiertos. Los haces de nuestras linternas alumbran anónimas caras que en color sepia nos miran con el traje de los domingos, desde las fotos de las paredes, con cierto reproche. Uno nunca está preparado para abandonar todo su mundo, reflexiono, mientras les mantengo la mirada.

Nos disponemos a entrar por fin en el establo desde la misma estancia, al haber descubierto una pequeña puerta que los comunica, cuando vemos luz y oímos susurros que vienen del otro lado...Agustín encara su fusil y abre la pequeña puerta, imperceptiblemente, mientras avanzo con la linterna ya apagada en una mano y el revolver en la otra. 

A la escasa luz de una lámpara de carburo, una muchacha de cara blanca y rasgos delicados ordeña la vaca con maestría, mientras un hombre ya maduro con fusil al hombro y chaqueta de pana vigila la puerta principal dándonos la espalda, sin haberse percatado del acceso de servicio que nos ha permitido entrar sin ser vistos. La chica lleva un mono verde, alpargatas y correajes militares, y le susurra lindezas a la vaca, una frisona blanca y negra, que parece feliz. Al vernos grita ¡Padre! y se levanta, tirando por el suelo el banco donde estaba sentada y el cubo lleno de leche. Yo enciendo la linterna para cegarlos y mientras desarmo a punta de revolver al hombre que apenas ha podido reaccionar, Agustín agarra a la chica por la muñeca, evitando que saque su pistola.

-No le hagáis daño, es sólo una niña- Alega el hombre.

-Pues no lo parece- Replica Agustín exhibiendo la 9 milímetros Largo que le acaba de quitar, y que agarra por el cañón como si fuese un conejo.

-Vamos a calmarnos todos- intercedo-, estamos aquí por lo mismo que vosotros, así que ordeñemos a la vaca y volvamos a nuestras líneas. Nadie tiene porqué salir malparado.

La situación se tranquiliza de inmediato y tras comprobar que no han venido con refuerzos, bajamos las armas. Pronto parece que todos aceptamos la nueva situación con comodidad. Agustín y la hija del minero -Beatriz- se ponen a ordeñar por turnos; mientras uno lo hace, el otro acaricia a la bestia o le trae paja seca. No paran de charlar, compartiendo vivencias de su infancia. Nunca antes había visto a Agustín sonreír tanto, le confieso al minero de Peñarrolla que me ofrece un cigarrillo con gesto conciliador. Empieza a amanecer y fumamos los dos, mirando a los chicos y a la montaña que tenemos delante, la que ha visto crecer a nuestros dos enemigos. Recuerdo entonces la frase del austriaco Rainer Maria Rilke...”La verdadera patria del hombre es la infancia”.

Les devolvemos sus armas sin munición y nos marchamos cada uno por su lado, deseándonos buena suerte, aunque quizás mañana tengamos que matarnos. Mientras nos alejamos en silencio, me pregunto si quizás lo que acabamos de hacer sea lo único noble que habremos hecho durante toda la guerra.

 

 

 

 


 

 

La vaca 

 

 

 
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